Habían transcurrido treinta minutos desde que comencé a describir la imagen que quería subir a mi perfil de fotografía. Estaba consciente del absurdo tiempo que me tomaba subirla. Más bien, de escribir el texto que la acompañaría.
La fotografía, que recién había tomado un par de días antes, mostraba un desolado camino que era engullido por un extenso horizonte de cielo. Sobre la carretera se observaban muchas piedras esparcidas, como si el camión que las transportase hubiese sido el último vehículo en pasar por allí, dejando abandonada cada roca que no conseguía sostenerse dentro del cajón. Las diagonales que separaban la calle del vasto terreno de hierba seca que había a cada lado, coincidían en un sólo punto con la perfecta línea del horizonte. Y al fondo, un cielo celeste a medio rellenar de nubes blancas era el encargado de colorear el segmento superior de mi cuadro. Sabía que la composición de la imagen había quedado perfecta con el único disparo que hice.
Me gustaba. Mi fotografía me parecía hermosa. No, más bien el término «hermosa» le quedaba corto como adjetivo. Era perfecta. Jamás me había sentido tan orgulloso de una imagen tomada con mis propias manos. Sin embargo, había un problema. Trataba de escribir algo que no reflejaba lo que sentía respecto a mi obra. Treinta minutos habían pasado y yo, sentado frente al computador, no era capaz de asimilar la verdad que la imagen me brindaba. Jamás me había obsesionado con la belleza de una de mis fotografías y, a la vez, jamás me había asustado tanto con su mensaje. Era como proyectar mi consciencia en una metáfora ilustrada. Cada detalle, al ser visto, revelaba mi miedo y mi realidad. Era una honesta fotografía que yo trataba de transgredir con una mentira. La oscuridad con la que yo buscaba opacar la belleza que tenía enfrente era la misma que estaba opacando mi alma.
En esa mitad de hora sólo pude reconocerme en el camino que estaba impreso en la imagen. Tenía mi horizonte al frente. Alcanzable. Solo tenía que caminar. Pero estaba descalzo y cansado. Yo caminaba, pero con cada paso que daba solo abría una nueva herida en mis pies. Y sangraban. Estaba harto de andar y lastimarme con cada pisada. Era como si no pudiese ver cada piedra en el camino. Como si fueran invisibles y decidieran aparecer en el preciso momento en que ponía el pie sobre la carretera. Estaba harto.
Escribir cualquier cosa que motivara a mis seguidores a superar sus problemas era la única verdad que debía exponer. Pero no era sencillo. No para alguien que evadía avanzar sobre un camino lleno de obstáculos. Durante treinta minutos estuve negando mi propio grito de auxilio. Me hablaba a través de una fotografía y no lo quería aceptar. Traicionaba al primero en que debía confiar. Traicionaba mi arte y mi propia confianza.
Y mentí. Subí la imagen con una descripción poética, épica y bien redactada, mas nada que sugiriera lo que mi corazón realmente sentía. Recibió la alabanza de muchos seguidores. Comentarios aquí y allá me ponían al tanto de lo hermosa que les parecía mi fotografía. También recibí varias ofertas de compra o solicitudes para compartir la imagen o usarla como complemento de un relato o un poema. No obstante, nunca respondí a ninguna de esas apreciaciones o peticiones. Tampoco me sentí halagado u orgulloso. Sabía lo que había hecho. Mi mejor obra, hasta ahora, era una mentira disfrazada de arte. Era mi peor obra y yo firmaba como su farsante.